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En plena era de la digitalización financiera, donde proliferan las monedas digitales de bancos centrales (CBDCs) y los pagos electrónicos, crece también una tendencia preocupante: la marginación progresiva del efectivo. Algunos discursos, revestidos de modernidad y eficiencia, presentan su desaparición como inevitable.
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Sin embargo, preservar el dinero en metálico no es un anacronismo: es una defensa activa de la libertad individual, de la inclusión social y de la resiliencia económica.
El efectivo garantiza un derecho esencial: la posibilidad de intercambiar bienes y servicios sin intermediarios, sin comisiones y sin necesidad de infraestructuras digitales. Para millones de personas —en zonas rurales, entre la población mayor o en contextos de vulnerabilidad— el billete y la moneda siguen siendo herramientas imprescindibles de participación económica. Además, en situaciones de crisis —apagones, caídas de sistemas o desastres naturales— el dinero en efectivo se convierte en un salvavidas inmediato, cuando los pagos electrónicos simplemente dejan de funcionar.
Un ejemplo reciente y tangible de esta necesidad lo hemos vivido ayer, 28 de abril de 2025. Un apagón eléctrico masivo dejó sin suministro a gran parte de la península ibérica, afectando a millones de personas en España y Portugal. El corte, provocado por una súbita pérdida de generación que desconectó a España del sistema eléctrico europeo, paralizó infraestructuras críticas: transporte público, semáforos, redes móviles... y, por supuesto, los sistemas de pago electrónico. Muchos comercios no pudieron procesar tarjetas ni transferencias, quedando la compra de bienes básicos supeditada al dinero efectivo que cada persona llevaba en el bolsillo.
Este episodio no es un accidente aislado. Es un recordatorio de hasta qué punto nuestras sociedades digitales dependen de infraestructuras frágiles, vulnerables ante fallos técnicos, ciberataques o fenómenos naturales. Apostarlo todo a un único sistema de pago digital, eliminando la circulación de efectivo, sería exponer a la población a riesgos innecesarios y reducir la resiliencia económica colectiva.
Más allá de su papel operativo en emergencias, el efectivo preserva un valor cada vez más escaso: la privacidad financiera. Cada pago electrónico deja un rastro de datos que terceros —sean bancos, plataformas tecnológicas o incluso gobiernos— pueden rastrear, almacenar o analizar. Renunciar completamente al efectivo sería ceder una parcela más de nuestra autonomía en la vida diaria.
Defender la existencia del efectivo no implica negar los avances tecnológicos ni rechazar la innovación en los medios de pago. Al contrario: significa exigir que el progreso incluya a todos y respete los derechos fundamentales. Un sistema financiero verdaderamente moderno no es aquel que impone la digitalización total, sino el que ofrece opciones diversas y garantiza que ninguna persona quede excluida o desprotegida.
La lección de este apagón es clara. Mantener el efectivo vivo no es una resistencia nostálgica al cambio: es una medida de responsabilidad democrática. El billete en la mano sigue siendo, y debe seguir siendo, una herramienta de libertad.
*José Félix Sanz es Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid
Fuente: El Mundo